"Mas los bravos que unidos juraron, su feliz libertad sostener; a esos tigres sedientos de sangre, fuertes pechos sabrán oponer"

lunes, 11 de abril de 2011

Laureles marchitos.

La ofrenda de un Granadero. 
La historia pocas veces es justa para con sus grandes actores y gestores. Sencilla razón, porque el hombre – quien escribe la historia- no es justo. Siempre atiende a aquellas cuestiones que más le apasionan, que más toma partido y más le repugnan. De aquí se orgina la multiplicidad de escritos sobre los grandes personajes de la historia de la humanidad. Algunos elevarán a Bonaparte a los más altos panteones de la gloria. Otros en cambio, lo condenarán por la bruma de Waterloo. Los primeros lo verán como un Héroe de Francia. Los segundos como un ambicioso tirano.
Por esta causa cada sujeto amante de la historia debe apretar fuerte y tirar, para que las riendas no den libertad al caballo salvaje, a la pasión que muchas veces es sorda y ciega a la vez. Y cuando enferma, degenera en un apenante fanatismo.
Pero la denominada objetividad es hermana de la prudencia. Prudencia ilustrada por la luz de la razón, y la intensa busqueda de la verdad.
En este humilde escrito intentaré dar a conocer a un personaje de gran magnitud. Combatiendo quizás con esa injusticia de la historia, que adorna con abundantes laureles las frentes de unos pocos, y otros sujetos de grandes méritos deben contentarse con un efímero suspiro de algúna boca que se acuerda de pronunciar su nombre.
Las páginas argentinas en su docientos años llevan impresas un gran listado de actores que la escribieron: con los fusiles, la pluma, la palabra, los pensamientos, y las cadenas. Que enaltecieron el país, como también lo han abatido. Que libraron épicas batallas, escribieron sólidos libros e inventaron progresos y aportes hacia las ciencias.
Así de surrealista, novelesca, utópica y triste es la historia de mi Republica Argentina. Un enfrentamiento perpetuo entre intereses y justicias. Entre opresores y oprimidos. Entre argentinos, con argentinos.
No será la ultima vez que mi pluma trazará con tinta de dolor una crítica hacia la supuesta o pretendida memoria completa, o memoria nacional. Si ella fuese como dictamina su nombre, hoy estaría abocado a otra tarea que no sea la de exponer sobre este hombre.
Es preciso pues, contemplar la importancia de la historia en su esencia con el objeto de construir una sólida identidad que caracterize al país. Identidad que se corrompe día a día por mentes alocadas y estólidas; y también por corazones flacos y moribundos.
La Patria ha tenido pocos hombres que han logrado trascender las fronteras de la miseria humana expresada en actos poco gratos y bienhechores. Esto que a continuación voy a narrar merece ser guardado en el sagrario de cada ciudadano. El justo y agradecido recuerdo.
Tres de Febrero de 1813. Bastaron sólo escasos quince minutos para que un individuo desconocido y a quien se le guardaba una inestable confianza, probara con su propia vida la clase de guerrero que era. Recién llegado luego de tantos años de moldearse bajo el acero y pólvora de la bandera de guerra española. Y ahora, inesperadamente retornaba a su tierra natal para derribar ese pabellón que lo había forjado desde tenprana edad. Con el estampido de un cañon en un intenso pero corto combate, este individuo pone de manifiesto el potencial y gallardía que acantonaba en su corazón. Hablo del entonces jefe de granaderos a caballo Don José de San Martín.
Sin embargo, no expondré acerca de este magno e ilustre hombre que no injustamente ostenta el rango de Padre de la Patria. De él se han ocupado, algunos mezquinamente o parcialmente, incontables autores y escritores. Trazar acerca de él, sería no valorar las serias biografías que exponen su vida. Haré mención en el presente artículo sobre su segundo al mando en aquel combate que decora y bautiza el pecho de un granadero. El capitán de caballería Don Justo Bermúdez. Uno de los tantos que deben contentarse en alguna gloria trascendental, con un tibio suspiro de una boca que se acuerda de pronunciar su nombre.
Nacido en la Banda Oriental – hoy Uruguay- en mayo de 1774, participa en las primaveras de la edad bajo las órdenes del brigadier Liniers durante la contienda con los ingleses. Luego, como tantos efusivos jóvenes se incendian por el fuego de la Revolución que aspiraba a fundir las cadenas que sujetaban a la América. Es así, que este valiente se incorpora al recién creado cuerpo de elite de caballería, el regimiento de granaderos a caballo.
No se sabe más que esto que expongo. Algún dato provechoso quizás, figure en un libro. Pero me centraré en aquel suceso que lo coronó con los laureles de la Patria. El combate del convento San Carlos, en la localidad de San Lorenzo, provincia de Santa Fe.
Hacía tiempo que los realistas – aquellos que defendían en armas los intereses del Rey- sentían los efectos negativos del asedio que las fuerzas patriotas estaban efectivizando en Montevideo. Pese a ello, la derrota de la escuadra independentista en las aguas de San Nicolás (1811) permitía abastecer a la ciudad oriental. Seguidas incursiones se hacían sobre las otras márgenes del río; saqueando y destruyendo poblaciones y pequeñas ciudades.
El triunvirato teniendo noticias de estas acciones, ordena a San Martín y sus hombres patrullar las orillas de los ríos para evitar un desembarco.
El jefe correntino adquiere información sobre un eventual saqueo a un convento religioso. Tres buques de guerra con bandera española estaban remontando aguas arriba. Había que actuar.
Las cicatrizes de encarnizadas y opulentas batallas que vivió nuestro Gran Capitán desde pequeño, lo llevaron a trazar un rápido plan de acción.
Como el mariscal Murat, San Martín confiaba en la velocidad de embestida que podían realizar sus granaderos. “Ni un tiro” dijo. Se ocultarían detrás de los enmohecidos muros que proporcionaba el convento, y allí el factor sorpresa sería crucial.
Divide sus ciento veinte hombres en dos escuadrones. El primero bajo sus mismas ordenes. El segundo, a las del Capitán Bermúdez.
Tomarían por asalto ambos flancos de las tropas enemigas. Irónicamente, San Martín le exclama a Bermúdez “¡en el centro de la fuerza enemiga daré a usted mis ordenes!”.
Los realistas avanzaban confiados. No se esperaban ningún tipo de resistencia. Pero el clarín raja el silencio, Marte ebrio de sangre ansía ver semejante espectáculo. “¡A deguello!” grita el Libertador. La batalla había comenzado.
Se ponía en ejecución por primera vez en las tempranas guerras de la independencia un auténtico cuerpo de combate; entrenado, capaz y con un jefe respetado, que lo diferenciaban de las masas atolondradas que componías las filas de los Ejércitos regulares.
Bermudez con el 2do Escuadrón tiene que dar un rodeo y asaltar furioso el flanco enemigo. De modo que San Martín los embista luego y los enemigos no consigan retirarse.
Los entendidos en estrategia y el arte de la guerra exponen que el segundo de los granaderos comete un gran error que San Martín criticaría después. Realiza un trayecto demasiado largo con el objeto de efectivizar el choque.
Nuestro valioso jefe al contemplar esta situación, debe salir con la mayor celeridad posible detrás del convento de modo que no se comprometa la suerte del combate por una falta de coordinación en las acciones.
Es conocida ya, representado en varias obras de arte, el estampido del cañon y la caída de San Martín del caballo. Acto que indudablemente de no ser por los dignos Cabral y Baigorria, podría haber quitado la vida a nuestro Libertador. Y la historia, quien dice, sería otra.
La batalla continua. Un proyectil disparado por la artillería enemiga consigue derribar a San Martín. Los realistas al distinguirlo como jefe de la unidad, intentan rematarlo. Pero al precio de sus vidas, dos granaderos no lo permiten.
La caída hace que San Martín no pueda continuar las acciones. Queda aturdido en el suelo, protegido por algunos de sus hombres.
Bermudez pues, queda a cargo y ordena la persecución del enemigo que, no podiando formar cuadros para contrarrestar la potencia de la caballería, comienza a replegarse.
La embestida que se acomete es de considerable magnitud. Los realistas totalmente acongojados y vencidos se arrojan de los barrancos para evitar una muerte certera por el acero de un sable. El alférez Bouchard que comenzaba su leyenda, se alza con el estandarte del Rey quitando la vida a su abanderado.
Tanta efusividad empeñada, cumpliendo así con la directiva pronunciada por su derribado jefe “¡A deguello!”, ocasiona disparos de artillería por parte de las naves españolas que cubrían la retirada de sus doblegados pares.
Una esquirla barre los aires. Silba. Viaja veloz. Se incrusta letalmente en una pierna del valioso Bermúdez. Grita. Cae. Y comienza a sangrar. No importa. El osado aventurero parte escarmentado hacia Montevideo. No volverán a saquear ninguna población de la otra margen del río. ¡Victoria! Asi celebrán los ya bautisado con sangre y pólvora de los granaderos. El honor vestido de gloria fluye por aquellos cuerpos efusivos y mortales.
San Martín aún aturdido de aquel suceso no puede trazar el parte de batalla. Lo dicta verbalmente. Conta: 14 bajas propias. 40 enemigas, 14 prisioneros, 2 cañones y una bandera.
Una sierra, una cuchilla y la mano de un médico amputan la pierna del segundo jefe, el capitán Bermúdez. Nuevamente grita. Y con lágrimas en los ojos, en el silencio de un cuarto a horas del atarceder, se desata el muñon. Pierde sangre, demasiada. Su conocimiento se va nublando. Escucha sonidos raros. Pero no puede permitirse saborear más el bocado de la victoria. Su inexperiencia, imprudencia o ceguera ferviente de arrojo, casi comprometen el resultado de aquel memorable tres de Febrero. No más, se dice. Y privándose de llegar quizás, a ser un considerable general o sencillo héroe reconocido y honrrado como aquella estirpe de la independencia, se deja morir desangrado. Un imbálido no puede conducir hombres en el campo de Marte hacia el honor, se convenze.
Un simple granadero pasa a la inmortalidad. La Patria lo lleva como centinela a sus tempranos panteones de la gloria perpetua.
Es esta la historia de aquel sujeto que hoy no ostenta tristemente el reconocimiento que le compete; como sucede con tantos desconocidos guerreros y hombres de buena voluntad. Los laureles son para aquellos que impongan modas o tendencias. Al resto, ¡a quién le importa!
Penoso pensar, pero real. ¿a qué se debe pues, que un efímero combate de pequeñas unidades y de solo un cuarto de hora sea tan reconocido y memorable? Primero. Se pone en marcha la acción de un cuerpo profesional, de una verdadera elite bélica, contra un enemigo que iba doblegando las fuerzas militares de la Revolución. Segundo: porque San Martín empieza a plasmar su leyenda. Tercero: porque en sólo quience minutos un puñado de hombres se destacan por su indeleble hombría y coraje. San Martín, Bermudez, Cabral, Baigorria, Bouchard, Diaz Velez. Cuarto: porque los realistas no osarán a saquear nuevamente las poblaciones ribereñas del litoral. Quinto: se ejecuta un brillante, certero y fugaz plan de batalla que consigue en escaso tiempo vencer a un enemigo considerable.
Es preciso realizar un rescate de las tinieblas densas y confusas del crimen del olvido. Abandono que sujeta el ejemplo ilustre de grandes hombres que, desde su pequeñez ofrendaron su sagrada vida a expensas de un justo ideal. ¡Causa noble y digna de recuerdo! Recuerdo que debe iniciarse de una vez si se desea adquirir una sólida identidad nacional. Los ejemplos que expone la historia argentina son gratos y honrrados. Basta sacarlos de aquel inframundo de la ignorancia. Bermúez pues, es uno de ellos.

4 de Abril del 2011. Ciudad de Mar del Plata. La Guardia del Sur.

2 comentarios:

  1. San Martin nunca fue correntino, amigo fijese que corrientes nacio como tal en 1814, pero el padre de la patria era y es misionero, y la historia asi lo dice, y el tambien lo atestigua, mi correo es enriamarilla@gmail.com

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  2. Gracias por su comentario. Si, es así. Corrientes no existía como tal si no lo que se llamaban los pueblos de las misiones que abarcaban misiones corrientes y la parte sur de Formosa. Lugares donde tuvo intensa actividad las comunidades jesuitas. No obstante, Yapeyu es hoy localidad de la provincia de Corrientes, por ende HOY es licito decir que San Martín era correntino.

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